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LA DEMAJAGUA INCONCLUSA, CUBA Y SU DEUDA CON LA LIBERTAD. Por el abogado Frank Braña Fernández.

LA DEMAJAGUA INCONCLUSA, CUBA Y SU DEUDA CON LA LIBERTAD
Por el abogado Frank Braña Fernández

El 10 de octubre, cada año, la historia de Cuba rememora una fecha con un gran significado simbólico. Carlos Manuel de Céspedes, en el ingenio La Demajagua, comenzó la Guerra de Independencia contra el dominio colonial español en 1868. No solo fue un grito de un pueblo que exigía soberanía, sino también una acción fundacional de dignidad. Céspedes, al liberar a sus esclavos y convocarlos para que pelearan por la patria, avivó el fuego de una nación que anhelaba ser libre, equitativa y pluralista. No obstante, más de un siglo y medio después, la libertad que se anheló en aquel día sigue siendo mayoritariamente una promesa sin terminar.

La historia política de Cuba es un cuento de revoluciones que no siempre resultaron en democracia. La autonomía obtenida a principios del siglo XX fue rápidamente absorbida por intervenciones externas y regímenes autoritarios internos. Y el proceso que comenzó en 1959, a pesar de haber promovido la justicia social, terminó estableciendo un sistema cerrado, centralizado y con una intolerancia extrema hacia las opiniones disidentes. La uniformidad ideológica, impuesta desde el poder, reemplazó a la pluralidad, que es la esencia de la vida democrática. El derecho a disentir, el pluralismo político y el debate libre fueron relegados en nombre de la «unidad revolucionaria».

Hoy, que el calendario indica un nuevo 10 de octubre, la pregunta que resuena es si Cuba ha conseguido realizar aquel deseo original de libertad. Las respuestas son dolorosamente claras. Los partidos opositores no tienen espacio, las voces críticas son silenciadas, los medios de comunicación están bajo control del Estado y aquellos ciudadanos que exigen reformas políticas o derechos esenciales son perseguidos o encarcelados. Cuba sigue atrapada en un modelo que rechaza la alternancia y el disenso, a pesar de que el mundo festeja la diversidad y la participación ciudadana.

No es —como se dice frecuentemente desde el oficialismo— rendirse ante intereses foráneos o renunciar a la soberanía, sino defender la democracia en Cuba. Es, en cambio, volver al auténtico espíritu cubano de Céspedes, Agramonte y Martí: un espíritu que considera la libertad como un valor irrenunciable. La democracia no es un privilegio o una dádiva; es una exigencia desde el punto de vista político, ético y humano. Sin pluralidad, la nación no puede respirar; sin libertad, el proyecto cubano se estrangula en su propio discurso.

Cuba requiere abrir sus espacios al diálogo plural, validar la legitimidad de las diferencias y crear instituciones que no se basen en la obediencia, sino en la participación ciudadana y la confianza. La diversidad política no hace más débil a la patria, sino que la fortalece. La madurez de una sociedad se evalúa a partir de su diversidad. Un país que tiene miedo al debate, que silencia la palabra y que encarcela la opinión no puede considerarse realmente libre.

Conmemorar a La Demajagua en este 10 de octubre es también observar el presente con responsabilidad histórica. Mientras haya un solo cubano que no pueda expresarse libremente, la independencia que se inició aquel día no debe acabar. La libertad que motivó la lucha de 1868 no puede limitarse a un lema patriótico; tiene que manifestarse en derechos, en pluralismo, en participación y en respeto hacia los demás.

Porque la auténtica independencia —la que soñó Céspedes al liberar a sus esclavos— solo se logrará si todos los cubanos tienen la posibilidad de hablar libremente, votar sin restricciones y vivir sin ataduras.

 

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