
El Gran Juicio, único y verdadero, El Juicio de los Aviadores. Por Jose Vilasuso.
No hay tema bueno, mejor o lo contrario. Lo importante es cómo se describe, cómo se cuenta, para quién se cuenta y cómo se prefiera escuchar.
Julio Cortázar.
Abogado Jose Vilasuso.Por los días preliminares varios procesos de menor cuantía se atuvieron a los mecanismos jurídicos indispensables: recopilación de cargos, testigos, y otras pruebas presentadas por los abogados de la defensa; y una vez cumplimentadas las versiones de los hechos por boca de sus defendidos; se dialogaba con ellos de manera abierta, y franca viabilidad para formular alegatos finales del sumario. El listín de togados sobresalientes comprende a José Carro, Luis Fernández Caubí, Félix Cebreco, decano, hijo del general Cebreco, Perico Guerra, Félix Verdura, Pedro Romañach, Carmelo Mesa, Francisco Lorié Bertot y tantos otros bien nombrados y mejor recordados. Se vertebraron defensas idóneas, para hacer época, evidencia de sagaces profesionales quienes en más de una instancia pusieron en ascuas al tribunal en pleno. En las conclusiones de un sonado pleito, el fiscal en prueba de la culpabilidad del acusado, terminantemente adujo:
—El acusado es hijo de un terrateniente oriental, abogado, exalumno del Colegio de Belén y heredero de una buena fortuna. ¿Qué mejor evidencia?
La defensa al hacer uso de la palabra replicó.
—El señor Fiscal parece haber perdido de vista que ser hijo de terrateniente oriental, abogado, exalumno del Colegio de Belén y heredero de una bonita fortuna no es prueba alguna difamatoria, ni siquiera sospechosa por culpabilidad pues; hijo de terrateniente oriental, abogado, exalumno del Colegio de Belén, y heredero de una partitura ascendente a la suma de ochenta mil pesos moneda oficial lo es el doctor Fidel Castro Ruz.
El juicio definidor y revelador de una verdadera etapa deslindante y descollante entre campos; acontecimientos claves, su desenvolvimiento, y registro en el historial de los tribunales revolucionarios, tuvo por proscenio la ciudad de Santiago de Cuba, provincia de Oriente, tal fue: ¡El Juicio de los Aviadores! Noticias, comentarios, premoniciones y el consabido laborantismo criollo al respecto, no se harían de esperar hasta en el más concurrido timbiriche capitalino de café a tres centavos la tacita sito por la esquina de Monte y Factoría donde regalan la mercancía. Fundamentados en que tanto las evidencias de bulto inaceptables, el olor y alharacas oficialistas, sospechas biensospechadas; así cómo ineludibles pericias y suspicacia, profesional en acción, pronosticaban evidentemente desviaciones, irregularidades, parcialidad e impermisibles interferencias provenientes de la cúpula ejecutiva revolucionaria; al paso arrasante de las tantas tensiones, inquietud general reinante, y emotividades en continuo desplayarse; la preocupación cimera y general se agravaba: por tanto familiares, allegados, y letrados defensores de los procesados viajaron con mayor urgencia a la capital santiaguera para entablar contactos urgentes con la alta dirigencia del Movimiento 26 de Julio, abogados influyentes e influyentes relaciones y amistades del patio; por igual con monseñor Enrique Pérez Serantes, arzobispo diocesano, todo con el sano propósito de obtener en el juicio un fallo justo, conforme a derecho y surgido cual verdadera erupción entre iniciales probatorias de discrepancias a empuje limpio hasta entre las mismas filas gubernamentales. Ya por aquel período iniciales grietas precintaban patéticos borrones en el compacto tinglado oficialista. Ya el monte no era orégano, como irónicamente se decía por entonces. Desconfianzas por doquier, reservas afloraron, dudas creciendo.
No obstante al menos una sólida, sincera opinión revolucionaria no se hacía solidaria con las severísimas acusaciones recaídas sobre los aviadores bajo el rubro de genocidas. Fueron cuarenta y un pilotos militares de la Fuerza Aérea Nacional. Los aviadores constituían una corriente profesional, democrática, joven, considerada afín a la generación de los pundonorosos lidereados por el coronel Ramón Barquín López, y por tanto inconexa a la promoción de veteranos coroneles proclives a partidarismos, corruptelas e influencias personales, remontables al ficticio banderizaje multicolor del cuatro de septiembre del año 1933. ¡Una vez más la historia demandaba la presencia desenmascarada del móvil a la sombra, el padre de la criatura! Presencia cuya clave secreta se redujo a sacarlos de contexto. ¡Estorbaban!. Ya no se les necesitaba, estaban demás. Entonces, hasta la fecha jamás se ha aclarado ¿por qué razón se sometieron a juicio, militares que si bien cumplieron órdenes inseparables de toda acción bélica: arrojar bombas, (pese a que éstas en cantidad y peso considerable fueron arrojadas al mar.) Mientras los viejos mandos quienes directamente impartieron aquéllas, apenas se vieron sometidos a sucinto interrogatorio, estadías en el cuartel, dejados en libertad y huyeron precipitadamente de Cuba. En cambio y por natural curiosidad, aun recordamos cómo ciertos procesados quienes por estimarse exentos de responsabilidades, permanecieron en sus puestos de honor, e incluso registrando de buena tinta se constata cómo al saberse detenidos no escasos entre dichos acusados lejos de asombrarse, lo tomaron por normal rutina, confiando en que seguramente se trataría de otra tramitación administrativa simple y comprensible ante las inesperadas circunstancias imperantes en todo el país; y todavía más, conocidos oficiales tomaron las detenciones como aprovechables para solventar malentendidos y recalcar esclarecimientos saludables. Para estos las detenciones no sobraban. No lo consideraron excesivo. ¡Esperen un poco! ¡Gajes del oficio no mas! Bajo dicha lupa lo vieron y reconocieron.
Opinión del capitán Eulalio J. Beruvides Ballesteros, nacido en Matanzas en 1932, piloto aviador hasta 1959 cuando fue apresado y sometido al juicio sumario, causa #127.
Yo fui detenido el 4 de enero de 1959 dada mi actitud profesional y ajeno a los acontecimientos políticos del país, mi dignidad no me permitía huir por un delito que no había cometido, ¡mis veinte años que me costó eh! ¡Qué les parece, paisanos! Se cuenta y no se cree. El día veinte me mudaron a Santiago de Cuba con el grupo de pilotos, artilleros y mecánicos que también habían sido detenidos junto con alistados recientes y a todos nos sometieron a investigación rigurosa. La cosa que parece incongruente, inaudita, es que los coroneles, ayudantes, oficiales de superior rango quienes en ausencia del jefe del puesto de mando, asumieron la completa responsabilidad de las operaciones militares: bombardeos, vuelos de reconocimiento, etc; este personal por el mando, solamente fue sometido a breve interrogatorio, puestos sus componentes en libertad, y huyeron. Esto a mi juicio ocurre porque el cuerpo de élite del Ejército de Cuba por entonces éramos nosotros los oficiales aviadores educados en Estados Unidos con puntos de vista castrense totalmente democrático y ajeno por sabido a los viejos cuadros batistianos obedientes a un pasado político con el que nosotros nada teníamos que ver. ¡Qué sabíamos nosotros de cómo Batista llegó al poder en 1933! A la verdad, yo ni me acuerdo de aquel cuatro de septiembre del 33, yo entonces solamente tenía un año y había oído decir que ese día Batista había dado su primer cuartelazo. ¡Vaya galardón del que lo quisieron premiar! Pero nosotros una vez detenidos entonces fue que se nos confinó a un cuartel pequeño al fondo del campamento de la Aviación, en la ciudad militar de Columbia; los interrogatorios eran rutinarios, y no los pudimos evaluar con eficacia; al principio las cosas no se veían muy claras, pero más tarde yo me convencí del engaño. Nos custodiaban rebeldes, a mí me interrogaron dos veces a lo sumo, sin nada de particular. Nos sacaban a un comedor privado. Entonces aparece el abogado llamado Antonio Cejas Sánchez, este señor si parecía saber bien lo que debía de hacer pues había hablado con Fidel Castro en La Habana y recibido instrucciones de acusarnos y matarnos. Este señor Antonio Cejas organizó la investigación apoyado por excompañeros nuestros que habían participado en las conspiraciones del 4 de abril o el 5 de septiembre de 1957 entre ellos recuerdo el capitán Gastón Bernal. Entonces el día 28 de enero salimos para Santiago de Cuba donde se celebraría el juicio sumario a que seríamos sometidos. Entre tanto nuestros familiares, nuestras relaciones y abogados defensores lograron hacer contacto a tiempo con monseñor Enrique Pérez Serantes y aplazar el juicio hasta el 13 de febrero y que culminara el 2 de marzo todo bajo la supervisión del Movimiento 26 de Julio, aquí nos dimos perfecta cuenta de que todo era distinto, sin engaño, honrado y a las claras. El Movimento 26 de julio era otra cosa muy distinta a todo lo que habíamos conocido anteriormente en La Habana.
Constituido el tribunal, presidido por el capitán Félix Luguerio Pena Díaz, expresidente de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Comercio, ciudad de Santiago de Cuba y quien tuviera a su cargo la columna Rebelde número 18 durante la etapa beligerante en Sierra Maestra. Formaban el mismo los doctores Adalberto Parúas Toll, abogado del Ejército Rebelde, el teniente Antonio Michel Yapor desertor del Ejército Constitucional transcrito a los rebeldes, y numerosos letrados en representación de su respectiva clientela; entre ellos figuraron los doctores Jorge Pagliery, Luis Aguilar Poveda, Juan Miguel y Augusto Portuondo Bello, Carlos Peña Jústiz, Arístides Dacosta Calhieres, Sigfredo Solis de León, Recaredo García, y como fiscal el doctor Antonio Cejas Sánchez recién regresado del exilio en México e inmediatamente encargado como oficial investigador para encausar a los pilotos, artilleros y mecánicos. Posteriormente Antonio Cejas también cargó por misión la defensa de oficio en otro proceso multitudinario fuera de lo común. A la hora de asumir sus funciones se presentaría ante el tribunal y exponer gravemente.
—Yo me avergüenzo con sinceridad y quiero pedir perdón a este tribunal revolucionario por asumir la representación inmerecida de estos asesinos, y mercenarios, traidores a la patria al servicio de una potencia extranjera. Pero alguien tendría que hacerlo. Así es de generosa la revolución, tan generosa que todavía le concede la oportunidad de un juicio, defensa, y otros derechos a estos malos cubanos indignos de calificativo tal.
Mas tarde, en la ciudad de Santiago de Cuba, ocupando su turno, el capitán Pena inicialmente concede la tribuna al abogado de la defensa para presentar alegatos, testigos y otras pruebas consideradas pertinentes. Entre los primeros en uso de la palabra encabezaba el sacerdote fray Bernardo Oyarzábal, franciscano, quien tras una escueta exposición apoyada en complejidades indesgajables de los soldados enfrascados en hechos de armas, reconocio:
—Los acusados bombardearon las posiciones enemigas. Desgraciadamente en dichas acciones fueron muertos ocho civiles, hecho de lamentar, pero también de esperarse en toda contienda armada puesto que a ellos también las antiaéreas les abrían fuego desde tierra; culpemos entonces al fragor del combate, al horror de la guerra, la barbarie, la insania, crueldad y no la intención ni culpa de los aviadores. Nadie los debía de culpar por esas acciones, como tampoco nadie culpó a los aviadores que en el año 1945 durante la Segunda Guerra Mundial arrojaron sobre Japón aquellas bombas insospechadas por su poderío infernal cayendo sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.
Acto seguido la defensa a cargo del doctor Arístides Dacosta Calhiers procede a interrogar al primer testigo presentado por el fiscal. Se trata de un agreste ciudadano herido de bala y cuyas cicatrices al descorrerse la guayabera, debe ostentosamente exhibir, cual prueba contundente ante el tribunal.
Doctor Arístides Dacosta, tiene la palabra.
—Testigo; según consta de autos. Usted fue herido de ametralladora disparada desde aviones en pleno vuelo, ¿correcto?
Testigo. —Ve'dá, a mí me jiriero' con metrelleora e tiraba lo’ avione’ e lo’ e’birro’. A mí mi'mito me jiriero' poaquí, poaquí, poaquí. Se mueve, remueve, y retuerce aparatosamente descorriéndose la guayabera arrugada, se la despoja medio cuerpo hasta quedar mal sostenerla por la cintura: se encoge, inclina, doblega, y punzándose con las puntas de los índices agudamente por costillares, entrada de espalda, panza y ombligo insistente, picaruela, quisquillosamente. Sin pérdida de tiempo alza y dirige la mirada seriota, incrédula y directa al doctor Dacosta.
—¿Lo ve bien? No siapo'fiao.
—Sí, lo veo; claro que sí, perfectamente pero explíqueme una cosa. ¿Cómo fue que el avión o los aviones lo localizaron a usted y le hicieron blanco tan fácilmente?
Aflora el tapujo en la faz del testigo, se repone por completo la guayabera pero sin abotonársela, y encogido de hombros, entrecruza los brazos; a continuación se pega una mano abierta al cachete opuesto, entorna la cabeza, pestañea, gironea y bocabierto se hace el que no entiende bien la pregunta. Se perciben iniciales runrunes en la sala, el testigo ladeado ligeramente separándose del tribunal, y subrepticiamente saca la lengua relamiéndose sonoramente. No se puede precisar qué pretenda, si algo en concreto. Parece como inhibirse de lo planteado por la defensa: calla, no mira, no dice ni pío, quiere pedir aclaraciones.
—¿Testigo, otra pregunta, ¿sabe usted qué son o en qué consisten aviones de combate en picada?
Permanece silencioso, achina los ojillos, exhala el aliento en exabrupto: señal de disgusto, empalago; promueve, siembra y asoma la desconfianza en derredor, murmullos inciertos, desvíos de miradas, emociones crecientes; unas y otras caras interrogantes. Habla bajito consigo mismo. Resquemor general…………..Dudas generalizadas.
―Testigo, estoy en espera de su respuesta. ¿cómo fue que los aviones o el avión le dispararon a usted con ametralladora, ¿dónde usted se encontraba? ¿usted estaba alzado, cómo, como fue eso? No lo veo claro.
Explíquenos lo sucedido. Quiero que nos lo explique cómo mejor recuerde. Hablando claro, bien claro. ¡Escuchamos! A ver……….. Muy grave, rasgos faciales comprimidos, fijándole la mirada inquisitiva, detectivesca, a lo Chang Li Po, se aplica y acaricia la quijada pasiva, cautelosa, suavemente; indisfrazable zorrería, perro viejo mascando carne a la vista.
—No, no, yo no me arsé, yo no me arsé, yo nunca me e arsao; ni he sio so’ dao. Yo no, no, no. A la defensiva el testigo ensaya una envarada quejicosa y estrechadura de hombros; bruscamente se vuelve hacia uno u otro costado, como jugueteando engañosamente a querer escabullirse sin precisar con exactitud de quién se evade, ni teme, si es posible temer o intentar evadirse de alguien; seguramente un desconocido. Al final queda lelo; mira sigilosamente a uno y otro lado disimulando o tal vez como en babia.
—Usted no se alzó. Dacosta ahora exagera alardosamente, el sonido abierto de la vocal a, y contrastando efectos producto de la consonante ele, en sustituto de la ere típicamente característica de la jerga oriental.
—¿Usted andaba cercano a algún grupo de alzados?
—No, yo no, yo no tengo na’ que ve' con ssa gent. No, no, no. No confunda.
—Nada tiene que ver con esa gente. En ese caso, testigo, ¿cómo explica usted que uno o varios aviones lo ametrallaran? ¿Tienen que haber tenido una causa, una razón, pista, excusa, pretexto, un tape, pudo haber sido una confusión… ¿Usted sabe lo que conlleva, la responsabilidad acarreada para unidades de combate al atacar a un civil solitario? no más por la libre, sin otro motivo, ni justificación. ¿No puede concedernos una idea? una simple idea, orientación, testigo; ¿por qué lo hicieron? ¿qué usted cree de eso? Explíquenos esa problemática. A ver, lo atiendo, quiero que nos lo explique lo mejor posible, con claridad meridiana. Es una aclaración pertinente….. Dacosta medio se tumba acodado sobre la mesa y semicubriéndose la quijada con una mano se raspa, acaricia, masajea insinuante, bajando la mano hasta la entrada del cuello y subiéndola despacio, despacio, frotando hasta tocar la barbilla nuevamente; presta atención máxima a la solicitada deposición del testigo. Su táctica invita a la concurrencia a escudriñar, entresacar pistas en la trastienda del testimonio. Se recoge, acumula un silencio receptivo y pronto se huele la siembra de la duda entre los presentes, miradas y remiradas; unos dedos finos pasan, soban y repasan suavemente su frente ancha, como si despejaran incertidumbres; toses veladas, ejem, ejem, ejemplares…… . —Ya, ya, ello me tiraro' y me iero'.
—Le tiraron y lo hirieron. ¿Por qué le tiraron, testigo? Marca una pausa, ceño fruncido, exagerada, teatralmente intrigado. Sin moverse de su posición: ahora atinado el gesto sin soltar prenda, prosigue.
—Vean esto: señor fiscal, miembros del tribunal, presentes en esta sala; los aviadores tienen forzosamente que haber tenido sus razones poderosas para disparar las ametralladoras. Una ametralladora no es juguete de niños. ¡Usted, testigo, sabe cómo bota fuego una ametralladora! ¿verdad que sí? ¡No es de amigo! ¡Una ametralladora! ¡Ay, mi madre! No juegue con eso…... si juega con eso se puede hacer una herida o algo peor, mucho peor. Usted lo sabe, seguramente. No estoy de broma. Queda perplejo, ojos muy abiertos, de rechazo vista al público, transcurren minutos breves de forzado suspenso. Dacosta rápidamente se vuelve solícito al público, examina con detenimiento sus reacciones. El testigo hace mutis y queda como ausente, boca semiabierta, asoma la punta de la lengua, la revuelve sonora y vuelve a esconder. Afina la mirada, barrunta que lo están entrampando y amaga para zafarse del embrollo. Retira la mirada, se reprime, queda alicaído, inclinado y rascándose la nuca lenta, suavemente con la mano derecha; la izquierda apoyada en la barandilla del estrado.
—¿Cuántos aviones lo atacaron, testigo? No hay respuesta. El testigo dudoso, guabinea, inclina la mirada, nodea, y tácitamente se autoreconoce entre la espada y la pared. Saltan carrasperas discretas entre el público, toses mal contenidas. Unos labios pintados de rojo vivo casi se pegan a la oreja con aretes brillantes de su vecina, y ambas pensativas, intercambiándose desconfianzas, negaciones amargas, como quienes no se tragan a pulso un purgante de aceite ricino.
—¿Puede explicar cómo fue, cómo ocurrio, tuvo lugar el ataque de los aviones? Repito y aclaro ¿sabe distinguir un avión atacando en picada? Repito de nuevo, ¿cuántos aviones lo atacaron? Conteste.
Inquisitivo interrogatorio…………………….sin contestación. Renovadas toses y carcajeos esporádicos entre el público. Cabezas en movimiento, ligeros voceos, queja boba, escupitajo distractivo que, no viene al caso. Al extremo opuesto de la sala, otros labios no menos o mejor pintados se remueven como si masticasen exageradamente chicle, dejando escapar el aire interrogante, e incrédulo al propio tiempo. Frente por frente una mujer sumamente gruesa, rolliza, rollizo macizo contesta muy bajito, secreteando y se acompaña por reiteradas, sutiles insinuaciones imposibles de captar a la distancia; la señora sugiere, o mejor parece desagradarle visiblemente la actitud inquisitiva del doctor Dacosta.
—Otra pregunta, testigo. Dígame, cuándo usted recibe los balazos ¿qué hace? Algo tuvo que hacer, por lo menos quejarse, un lamento; algo así, algo relacionado con los impactos de balas……esos impactos son dolorosos, todos lo sabemos, a nadie le gusta verse impactado por balas disparadas con armas de fuego, a nadie, ni en Cuba ni fuera de Cuba. ¡No es de amigos! Vamos, diga usted.
—¿Yo? me mandé a corre'. Yo corría, muchach… como guineo… yo…………Murmuraciones más sonoras y siseos entrecortados entre los asistentes delanteros. El testigo gesticula jocosamente, finguiendo escabullirse en precipitada carrera; mira y remira por sus alrededores insistente, ojos desmesuradamente abiertos tirando a uno y otro flanco: ensaya escaparse subrepticiamente, lomo doblado, semiresguardado y a tientas para replegarse detrás de la barrera del estrado; inmediatamente se agacha, y estira la cabeza por encima el tope, remirando a retaguardia, imita cómicamente el susto, miedos, boquiabierto y ojos desorbitados; luego muestra su complacencia al comprobar las primeras contenidas carcajadas entre el público.
—¡Ah! se mandó a correr, ¿para dónde se mandó a correr? Así fue la corrida, se mandó a correr y con la misma se escondio y se quedó escondido mucho rato… ¿no es verdad? Dacosta perfilando las murumacas del testigo, al exagerar sus gesticulaciones, se sobrepasa y agudiza la voz; se interroga silencioso, puro gesto; mohines y guiños ahora casi imperceptibles, no mira al testigo y queda a tientas de la reacción que su histrionismo dudosamente imitado haya causado tanto en el tribunal como entre el público. Se toma breve receso, traga en seco, a pesar de no soltar la risa del todo; adivina que su intentona no ha provocado sus esperados efectos entre la concurrencia. Sondea sutil, insinuante con ligera malicia, deja transcurrir breves segundos y reitera, con voz pastosa:
―¿Para dónde huyó y dónde se escondio?
—Pa’ má’ lejo’ de allí. Pa’ no me cogiera' lo’ tiro’.
—Más lejos de allí, ¿dónde es: más lejos de allí? ¿Dónde queda situado ese lugar? Ese lugar: más lejos de allí; ¿era un lugar muy distante? ¿a qué distancia? ¿puede medirlo en metros, cuadras? ¿una legua? ¿dónde usted estaba escondido, o huyendo cuando le dispararon los aviones? usted tuvo que esconderse en un sitio determinado: un bohío, una guardarraya, entre los cañaverales, la azotea de un edificio… o como quien no quiere las cosas ¿iría caminando por la cuneta, a lomo de un burro? ¿Un burro, formando parte de una recua? o ¿una recua de burros? Acláreme ese punto, por favor. Quiero cerciorarme bien, escucharlo mejor. Exagera inmoderadamente su atención, contorsiones intrigantes lo acompañan innecesariamente. Prosigue, guardando cuidadosamentre las distancias, se empina en la punta de los pies, por arriba del estrado. Ladea el rostro, a la escucha.
—No; yo corrí y me peldí. Uy, uy. A huyí… pa’ too lao. Se presumen farfullos y algo tardío el conato de abierta, desprendida algarabía en plena sala. Simultáneamente el testigo se remenea a lo jiribilla montando aguaje como si estuviera nuevamente corriendo. Da uno, dos, tres pasos alante y otros dos o tres atrás, finguiendo escaparse y como si ya en pleno avance: en un brinco; lo sorprendieran. Entre el público sobresalen personas circunspectas, de distinguido aspecto tapándose la boca con las dos manos y hombros nerviosos a duras penas conteniendo la hilaridad; toses y muecas jocosas. Pañuelos a la vista, Dacosta avivando la franca alteración del orden reafirma sus dichos sin ambages:
—Entonces entiendo que lo ametrallaron fuera del escondite. Porque en el escondite no le podían hacer blanco. Muy bien; pero quiero saber: si fue ametrallado por un avión o aviones de combate con armas potentes de alto calibre y le produjeron la cantidad de heridas que aparecen huelladas en su organismo; ¿cómo usted pudo salir corriendo, y escapar? Yo no me lo explico, soy sincero. ¿Cómo fue eso? ¿hasta dónde corrio? ¿cuánto tiempo estuvo corriendo? minutos, segundos ¿no se cansó de correr? ¿no se daba cuenta de estar malherido y a pesar de eso pudo seguir corriendo? ¿Cuánto espacio recorrio? Distancia.
—Yo corría, yo corría. Tartamudea muy bajito evadiendo, o en confidencia con terceros invisibles, y de suyo apenas se percibe su voz
—¡Hable más alto! Quiero que el tribunal y el público lo escuchen mejor. No quiero dudas, ni vacilaciones.
¿A ver? Diga usted. Escucho.
El testigo se aprieta los labios y no añade otra sílaba. Paréntesis indefinido. Prosigue repitiendo lo mismo sin añadir la más ligera idea, refuerzo. Seguidamente recurre a malabares y lenguaje mudo provocando nuevas risotadas al garete. Al comprobarlas da muestras de complacencia, reincide en retorcimientos y pataleos aumentando la jocosidad y el desvarío entre no pocos asistentes. En los poltrones los miembros del tribunal en acopio de inconformidad acusan el talante autoritario. El desorden, carcajeos y comentarios crecientes del público impiden escuchar con mayor claridad los nuevos dichos evasivos del testigo.
—¡Silencio! Exige enérgicamente el presidente del tribunal, martillazo en la tabla del estrado, y por el momento se calman ruidos sobre el piso y desvanecen voceos impertinentes……………..
Pausa, al cabo.
—Prosiga la defensa.
—Testigo, ¿hacia dónde usted corrio cuando se vio herido por los aviones, o por el avión que lo ametralló?
—Yo me metí pa’ mi cassa.
—Se metio para su casa, para dentro de su casa. Reduce la redundancia de la letra ese y da muestras exageradas de asombro, cejas arqueadas al tope, frente rugosa. Respira. Haciéndose el nuevo, levanta sendos brazos mirando al techo: los apea, abre horizontalmente, revuelve y exhibe las palmas de las manos, dedos separados manteniéndose cariacontecido, caricaturescamente cariacontecido, nueva pausa larga. De pronto prosigue insistente:
—¿Dónde usted vive? o vivía a la sazón en el mismo domicilio que ocupa hoy? ¿en el mismo o en otro? ¿se mudó, le arrendaron otro? o ¿qué? ¿se metio en precario? ¡Explíqueme! Sea claro.
—Yo no jicená’, me metí pa’ mi cassa y no salí má’. No no no…
—Testigo, le ruego se ajuste a la pregunta. ¿A qué distancia está o estaba ubicada su casa del lugar donde lo ametrallaron? Le pregunto si era mucha o poca la distancia.
—¿Yo? yo no me acue’do. Adopta una postura inocentona y se desbordan risotadas a granel regadas profusamente por toda la sala; destácanse miradas confirmatorias entre el público, pisadas sonoras, taconazos, fortísimos ruidos desde los asientos delanteros. El presidente airado de nuevo martillea no menos ruidosamente sobre su estrado.
—¡Silencio, o mando a desalojar la sala. Estamos en un tribunal de justicia. Compórtense como es requerido! Lentamente se van aplacando los ánimos. Se contienen comentarios y exclamaciones festivas; piernas y cuerpos reacomodaos, se moderan las manifestaciones locuaces.
—Prosiga la defensa.
—Testigo. Usted estaba herido de bala, nos ha mostrado aquí hoy más de una cicatriz, ¿usted considera que esas heridas eran graves? ¿botó sangre de las heridas, testigo?
—Ve'dá, boté sang’e y me embarré toaaguaabera.
—¿Mucha sangre o poca sangre? Si se embarró toda la guayabera debe haber sangrado bastante, seguramente se mancharía la guayabera y toda la ropa, hasta los pantalones ¿no le parece? Acláreme de una vez. Se ha esforzado desmedidamente en la pronunciación correcta obligando hacer contraste con el penoso trabalenguas del sitiero.
—Ve'dá… Zigzaguea bastante conturbado. Se incomoda y no atina a capturar la intención del letrado, evidentemente luce atascado en sus argucias, no sabe reponerse y queda desganado, hombros caídos, ojeadas vagas, a la búsqueda de amparo…….. por doquier titubea. Aprovechando el momentáneo desaliento del sitiero, Dacosta inquiere mordaz, atosigante; pretende acorralarlo a toda costa y a modo como intrigado, envolvente, se retuerce, exprime las manos como intentando restallar los cartílagos…………
Finalmente se expresa de manera reposada y conceptuosa……….
—Testigo, si usted botó abundante sangre seguramente fue debido a las heridas graves, ¿cierto?
—Ve'd'á, boté sang’e, san’g’e colorá, colorá como la e’ cochino, cochino bota sang’e. Manipula como si se palpara líquido espeso entre los dedos, se retoca nerviosillo por hombros y rabadilla, metiendo y remetiéndose una mano y dedos resquebrajadores por el interior de la guayabera.
—¡Mucha sangre usted botó. Sangre colorada; colorada y espesa! Risa hueca, la defensa levanta ostentosamente los brazos al cielo, y bajándolos rápidamente juguetea ensayando encañonar al testigo con arma larga; depone, y exclama superlativamente alarmado.
—¡Entonces yo no me explico! ¿Cómo pudo usted correr desde el sitio donde lo ametrallaron hasta su casa estando herido grave; chorreando sangre, y no se cansaba, no resbalo y se cayó usted al piso? ¿tampoco nadie vino a auxiliarlo a cuenta del estado de gravedad que a ojos vista padecía? Además, ¿tampoco nadie pudo presenciar cómo lo ametrallaban los aviones? ¿nadie vio rastro de sangre? ¿o lo cargaron, o lo ayudaron a caminar, no pudo llegar una ambulancia y llevarlo a la casa de socorros? ¿al dispensario? ¿Nadie se compadecio de usted estando tan grave? En verdad no lo creo, testigo, soy sincero.
Sostiene su expresión de desgarrante excepticismo. Ronroneos entre la concurrencia y mutis del testigo impávido, mirando al techo: se entremezclan pareceres confusos y contradictorios ante el interrogatorio cortante e incisivo del letrado quien machaconamente demanda una respuesta coherente.
—A mí me ijiero' que no ijiera na’, pa’ no enredá’ má la pita. Disgustado rezonga remolón, rebusca con mirada ansiosa la complicidad del público, elude a la defensa y permanece ladeado junto al estrado, evitando el careo, estrechado de hombros, como no queriendo verse mezclado en conflictos impropios de su incumbencia.
—¿Cómo dice? No entiendo lo que me quiere decir; no entiendo sus palabras, hable más claro, repita. ¿A ver, a ver? repita. ¡Míreme de frente! Cara a cara, por favor.
Se alarga el silencio. El testigo se nota apabullado, renuente a responder, a la fuerza; ronronea incrédulo, quejicoso, entre dientes; mirada baja.
—¡Hable más alto! No se le entiende. Mire de frente al tribunal, directamente al tribunal.
Indica enérgicamente.
—Yo no igo ma’….
—¡Se niega usted a aclarar las dudas del caso! ¿Por qué se niega?
Aumenta la confusión general en la sala. Se vislumbra descontento dada la severidad de la defensa contra el campesino dejándolo acorralado. El coloquio va tomando diferente cariz, se entrecruzan duras miradas, y la tirantez predominante acalla jocosidades.
—A mí me ijiero’ que no jablara much’, cuan’o meno’ mijó’.
—¿Quién le dijo a usted eso?
Precipitadamente una turba escandalosa irrumpe furiosa, en tropel por la sala sembrando zozobra, asombro y descontento dentro y exteriores del edificio. Al mismo tiempo se ha armado gran escándalo por las calles aledañas; más agitadores desbocados entran emocionados dirigiendo miradas agresivas a uno y otro lado; dispérsanse por la sala, cada cual por su cuenta hostigando crecientemente a la concurrencia e increpan al tribunal violenta, desafiante, impetuosamente.
—¡Paredón, paredón para los esbirros! Paredón para todos los esbirros. Justicia revolucionaria. Justicia revolucionaria. Abajo los bombines. Justicia para el pueblo. El pueblo, el pueblo pide justicia, justicia: madres, viudas, madres y viudas de tantos revolucionarios masacrados salvajemente por los esbirros exigen justicia, justicia revolucionaria. Ahora mismo. Justicia, justicia. La incertidumbre y el desconcierto se extienden veloces, cual remolino entre la concurrencia, seguidas por evidencias de sobresalto, verdadero miedo. Varias mujeres amoscadas y otros presentes se quieren pellizcar no creyendo real el desbarajuste, rebambaramba armada en sus mismas jetas.
—Esto es imposible! ¡No lo creo! ¡Qué es esto! ¿De dónde salio tanto loco suelto, ¿chusma? ¡Ay Dios del cielo misericordia! — Actuantes se miran y remiran anonadados no queriendo admitir el desorden mayúsculo dictado por sus sentidos. Manos apretadas a las sienes y fauces abiertas; ojos botados; primeras lágrimas descorridas por los pliegues de sus mejillas; en tanto renovados agitadores posesionados del mobiliario: registran, revuelven gaveteros, extraen papelería, tiran al suelo, echan a vuelo secantes de cobertura, pisapapeles, derraman tinteros inundando el piso de azul; rompen, ripian libros de actas, arrugan, hacen trizas expedientes con carátulas, abren cartapacios: tiran vistazos furtivos a sus páginas, documentación y a volar las hojas regando el piso contiguo de pliegos y documentaciones descosidas; hojas sueltas, fraccionadas, todas arrugadas y esparcidas por el piso comoquiera. ¡Verdadero desastre! En medio de los peores epítetos y oprobios lanzados a lo loco; un anciano pide calma, “calma por favor” y su voz se ve ahogada en el escándalo creciente. Mujeres indignadas enfrentan a los provocadores y ripostan valientemente, sin perder la compostura; lo que atolondra, pone peor aquéllos y atrae nuevos conjurados amenazando con agresión física a quienquiera que se les ponga por delante. Entra el ministro de Defensa Augusto Martínez Sánchez arengando viva, acaloradamente, a diestra y siniestra seguido por un grupo de militares atarantados despotricando bravíos y exigen al doctor Arístides Dacosta:
—¡Traidor a la revolución! vendepatria, pagado por los yanquis, el pueblo te acusa: oye al pueblo, oye su voz, esos aviadores son tan esbirros como los otros; eso que han hecho es tan genocidio como lo de Newremberg, lo mismo, lo mismo; tú no mereces llevar ese uniforme verde olivo, no eres digno, ¡quítatelo ahora mismo, traidor! Quítatelo o te lo vamos a quitar nosotros. Para llevar ese uniforme hay que tener la conciencia limpia y tú no la tienes limpia. Traidor. Una y mil veces te lo digo y repito: traidor…a la revolución, traidor a la patria.
Inmediatamente seguido el curso de las deliberaciones del tribunal a puertas cerradas, y abiertas sólo por breves minutos para que entrara, e inmediatamente volviera a salir alguna singular persona uniformada o civil cuello y corbata; vuelta a cerrar la puerta, y luego vuelta nuevamente abrirse para que saliera un ujier y de nuevo vuelta a cerrarse para que no entrara sin permiso nadie más a lo largo del tiempo indefinido, largo e impreciso a que se extendieron las susodichas y acaloradas deliberaciones. Aunque a pesar de todo, de vez en cuando, se reentornaba dicha puerta, la misma, y otro ujier de mayor edad, mucho, mayor hasta pudo tratarse de un posible veterano de la Guerra de Independencia y quien estirando largamente el cuello: sacaba la cabeza calva totalmente y sin gorra esparciendo su mirada escrutadora por los inmediatos tramos, pasillo laaargo, piso sucísimo debido los regueros de desperdicios causados por el susodicho revuelo. A su vez el citado ugier a voz en cuello inquiere insistentemente por si determinada tercera persona conocida o desconocida, a quien seguramente esperaban: acabase de llegar y de una vez darle entrada. El desconocido o conocida nunca aparecía; la puerta permanecía abierta, o más bien semiabierta, como a la espera indefinida sería. En el ínterin, tuvieron emplazamiento debates ásperos, destemplados, enconados, y discrepancias notorias y prolongadas, muy prolongadas, prolongadísimas; ¡parecía que aquello no finiquitaba jamás! Seguían debatiendo, los componentes del tribunal con toda evidencia no se ponían de acuerdo del todo o en casi nada; no paraban, aunque un silencio total percibido desde las afueras del edificio dejaba entrever, sugerir la complejidad de aquellos debates. Claro, seguro, todo a cubierto.
¡En puertas cerradas no entran moscas!
Silencio tras puertas cerradas, imposible enterarse de lo ocurrido dentro, si es que ocurriera algo. Pero como todos pensaban que, indiscutiblemente mucho, muchísimo debía de estar ocurriendo por allá dentro.
Tardíamente se reanudaban las controversiales, opiniones reincidentes reencontradas, laaaaaaargas discusiones y seguramente muchas, excesiva cantidad de conflictos, malentendidos, interpretaciones, contratiempos, excusas quedaron por dilucidar, a la espectativa. Igualmente, de distinta forma transcurrieron las horas, días, semanas, el tiempo entre zigzagueos, indeterminaciones, hesitación, dilaciones e interminables, aclaraciones las cuales lejos de aclarar dudas; a veces complicaban aun más tanto la situación y como su impredecible desenlace.
Pasando el tiempo: días, horas, minutos, segundos incontables e indefinidos.
Hasta que, por fin alguna vez lo esperado, ansiado,…………. ¡Pario Catana!
Un buen día se arribó a un acuerdo; y con el mismo la polémica y candente sentencia; no se recuerda bien la hora exacta, rayando por el reloj al amanecer debio de ser; tribunal y concurrencia soñolientos, algún gallo cantaba: fecha inolvidable: era el día dos de marzo del año 1959, más de dos semanas de duración se tomó aquel candente y oculto hasta la fecha veredicto. Verdadero “record” de duración, aunque el único verdadero juicio perpetrado en alto nivel en los tribunales revolucionarios conforme a derecho. ¡Qué fenómeno! Hasta la fecha no se ha permitido reconocerlo ni reconocerse como tal. Todos los intentos conocidos fracasados. No obstante fue un verdadero juicio, único, sin paralelo y conforme al derecho penal todavía vigente en la ciudad de Santiago de Cuba, y a tan duras penas logrado.
En vista de ello, sujeto al peso, acuciosidad y exactitud de las argumentaciones expuestas una por una, al detalle por parte de la defensa, testigos, y carencia absoluta, total de pruebas en contrario, (el testigo de la guayabera fue identificado palmariamente, como ratero de oficio herido con escopeta de perdigones en frustrado intento de robo con escalamiento) por lo tanto se declaró a los pilotos exonerados de culpa; sin que, por su parte el tribunal pudiera sustraerlos de las medidas previsoras tomadas por el comandante Manuel Piñeiro Losada (Barbarroja) jefe político-militar de Oriente ordenando a los acusados mantenerse bajo custodia rigurosa, enfocados por los ojos de los guardias, y posteriormente transferidos a la prisión provincial de máxima seguridad Boniato.
Al hacerse pública la actuación del comandante Piñeiro, personalidades locales del Movimiento 26 de Julio se pronunciaron inconformes y en apoyo a la decisión del tribunal; registrándose nuevas protestas, quejas, inconformidades, manifestaciones callejeras, acalorados debates, algarabías, ánimos caldeados, e intentos por valerse de los micrófonos de Radio Rebelde que fueron tajantemente denegados.
La noticia se propagó como la pólvora por los confines de la isla, la radio comentaba, por las ciudades, villas, pueblos, suburbios. barrios, tantas esquinas. ni se diga, y por fin una debilucha claridad vagamente se comenzó a perfilar en dirección alterna a la tendencia grisácea y brumosa que, por el instante y en general venía imperando en los procesos. Pero poco duró la nueva ola, ¡la alegría en casa del pobre! Antonio Cejas sentencia absolutoria en mano, sello urgente, muy rápido, en carrera, parte rumbo a La Habana para reunirse con Fidel, Guevara y Raúl quienes rechazan la decisión del tribunal; y dándole concretas instrucciones a Cejas para que sin mínima pérdida de tiempo apele. Desde la capital la voz de Fidel Castro resuena en cadena indignada, altiva y acusatoria. Dicha sentencia constituía una
Traición flagrrrrrrrrrrante, e imperrrrrrrrrrdonable a la justicia que la rrrrrrrrrrrevolución había prometido desde La Sierrrrrrrrrrra. Los pilotos eran criminales de guerrrrrrrrrrrra, genocidas merecedores de la sentencia condenatoria pedida por el fiscal. La rrrrrrrrrrrrevolución no toleraría tamaño ultraje a los veinte mil cubanos masacrados por los esbirrrrrrrrros de la dictadura. Las madres, esposas, hijos de tantas, incontables víctimas, miles de víctimas, exigían justicia inmediata y por lo tanto aquella farrrrrrrrrrrrrsa no podía convalidarse bajo ningún pretexto.
Impresionantes incidentes han quedado sólidamente grabados en la memoria del vecindario santiaguero, prensa, series documentadas, fotografías e innúmeros asistentes al juicio procedentes de Santiago y diversas localidades de la provincia oriental.
A su calor. Voz del pueblo.
Antonio Michel Yapor miembro del tribunal refuta a Augusto Martínez Sánchez.
—Calma, calma, esa bravata no se necesita aquí, ¿De qué pueblo habla usted? Me resisto a creer que esos escandalosos y malacabezas representen al pueblo santiaguero. ¿no conoce Usted a esos que todavía andan desbarrando como verdaderos inciviles por las calles? esos elementos no son pueblo, señor Ministro; no los confundamos; llamémoslo populacho y no les demos otro calificativo; esos revoltosos, alteradores del orden público es gente traída y llevada en camiones por personas de extraña procedencia y afiliados al Partido Socialista Popular; son conocidos, estamos acostumbrados a verlos manifestándose en tales y semejantes desplantes azuzadores e impropios de un vecindario educado y de buenas costumbres. Si usted no los identifica le recomiendo que verifique y se convenza, hágase su juicio personalmente; porque los manejos de que esos elementos se sirven, no son procedimientos revolucionarios, no señor, se lo garantizo: no puedo aceptar a tales buscabullas y desaprensivos entre los verdaderos revolucionarios. Yo no me codeo con ese tipo de elementos, ni requiero de canalla tal para nada, para ningún propósito verdaderamente sano y serio en esta vida. Perjudican a la revolución, se lo confieso con toda franqueza; es mucho, demasiado costoso aquello que esa gentuza nos hace perder, sin ganancia alguna que quede por recoger.
No pocos jóvenes estudiantes de Derecho se agolpan frente al tribunal e increpan a Martínez Sánchez.
—Escúchenos, escúchenos Ministro; mire, aquí se acabó la censura de Batista; no estamos como en otros tiempos. Aquí todos tenemos derecho a opinar. No compare esto que estamos discutiendo hoy mismo en Cuba, con lo ayer vivido en Europa. ¡No es lo mismo, ni se escribe igual! Mire bien, bien…………Aquí se juzga a responsables de crímenes producto de una contienda guerrillera en la que murieron entre tres y a lo sumo unas cuatro mil quinientas personas de ambos bandos, ni uno más.
Se muy bien de lo que hablo. Poseo estadísticas y confiables pruebas. ¡No meto forro! Datos fidedignos, y fíjese ¡qué contraste! llevamos cientos de fusilados, muchísimos sin juicio. ¡puro linchamiento! usted debe saber que solamente el día once de enero más de setenta personas fueron designados, sin paripé de juicio; se abrio la fosa común con Bulldozer, y se les barrio como verdaderos cerdos. Eso es historia, señor Ministro. Nos enteramos por boca de muchos testigos, al que presenciara aquella masacre: no se le olvidará jamás. ¡Si a usted no lo enteraron, ¿no lo sabía? Pues para que se entere! y ruego excuse por la cólera que me ha provocado. Yo no creo que usted sea responsable de nada semejante; usted no, señor Ministro. No lo acusamos de nada. Sin embargo barbaridades, animaladas tales no se pueden comparar con los juicios de Newremberg donde se juzgaron crímenes producto de la Segunda Guerra Mundial. En esa guerra murieron cuarenta millones de seres humanos y repare que los ajusticiados al cabo de largos procesos con todas las garantías jurídicas rigurosamente observadas no pasaron de doce. Por si no lo retiene en su memoria, es preciso tenerlo en cuenta y no se borre. No vayamos más lejos, no; nadie se debe propasar; no conviene. Esa comparación suya no favorece a nadie: allá doce; ni uno más, y aquí, hasta hoy solamente en nuestra provincia de Oriente ¿cuántos llevamos? ¿quién lo podría decir? Nadie los ha contado; nadie lo sabe, ni lo recuerda; solamente los fusilados nos los podrían contar, o se contarían ellos mismos desde sus propias tumbas………. ¡Los fusilados y nadie más!………. ¡Qué desparpajo, señor ministro!
De inmediato, sin pérdida de tiempo se designó un nuevo tribunal revolucionario presidido por el Comandante Manuel Piñeiro Losada; vocales fueron los comandantes Pedro Luis Diaz Lanz Jefe de la Fuerza Aérea Rebelde, Belarmino Castilla Más, (Aníbal) Carlos Iglesias Fonseca, (Nicaragua) Demetrio Montzemi, (Villa) fiscal fue nombrado el Ministro de Defensa Augusto Martínez Sánchez quien repitio al dedillo los argumentos de Castro; a contrapelo de la irrebatible defensa a cargo del doctor Carlos Peña Jústiz cuya brillante participación emulara sin cuento a su colega doctor Arístides Dacosta Calhieres. Tras precipitado procedimiento se declararon culpables a los aviadores dictándose sentencia a treinta años de prisión con trabajos forzados para diecinueve pilotos, veinte años a otros diez, y a seis y dos años respectivamente para doce artilleros y mecánicos.
Habiendo transcurrido un corto plazo una vez confirmada la sentencia condenatoria: y careciendo de posibilidad alguna de subsiguiente revisión, réplica, rebate, apelación el capitán Félix Luguerio Pena Díaz reducido al anonimato, sin voz ni voto permitida en la opinión pública nacional, bajo vigilancia estricta, y encajado solitariamente en su privacidad; puso fin a su vida pegándose un tiro en la sien.
Al largo, prolongado, extenso recuento de tiempos transcurridos y cumplidos, los años, vientos y sus aires: la vida de los acusados pudo al menos salvarse al calor de insólitas coincidencias ajenas e inimaginables en aquella oportunidad, aún para la cúpula gubernamental.
En el sendero. Entre otras casualidades, imprevistos e imprevisiones, resultaba que, a pesar de la desconfianza, temor y los horrores provocados por los fusilamientos de los días once y trece en la Loma de San Juan, y previamente en la ciudad de Manzanillo, entre diversas y otras ejecuciones dispersas por regiones de la provincia oriental, entre las cuales se rememora el fusilamiento del guerrillero independiente conocido por El Moro Asef asi como la fallida pretensión de ejecutar al Comandante Higinio Nino Diaz merced a oportunas protestas masivas en la ciudad de Guantánamo y que sobrepasaron numéricamente a las que hasta la fecha tuvieron lugar en La Cabana; sin evidencia mínima de formalidad judicial, fundamento de derecho y fiel a mis datos, cuyo responsable directo fuera el Comandante Raúl Modesto Castro Ruz. Teniendo en cuenta que, el susodicho previamente había viajado para la capital y era de garantizarse su participación decisiva unido a Fidel y Guevara en los procesos comenzados el 28 de enero, en el Palacio de los Deportes; desde entonces y por todo ello la prudencia racional indispensable y apropiado sentido común, despertarían el llamado de alarma tanto por parte de la alta dirigencia del Movimiento 26 de Julio santiaguero, como de los letrados en misión de la defensa, Monseñor Enrique Pérez Serantes, obispo diocesano, familiares, simpatizantes y amigos de los acusados, interpusieron a tiempo previsto toda gestión pertinente para trasladar a los aviadores desde La Habana hasta Santiago de Cuba en refugio más confiable; ante el preventivo, pavoroso temor de que fueran juzgados tanto en el Palacio de los Deportes como en la fortaleza de La Cabaña, escenarios inspiradores de tétricas desconfianzas y prevenciones peores. Conjuntamente y de la misma mano figuraba un nuevo ingrediente poco conocido fuera de Cuba y quizás hasta por generaciones criollas que vieran la luz con posterioridad al año 1959.
En el andén, retornando a épocas históricas, Guerra de Independencia traída al ruedo: el hecho tuvo cavida pues de la siguiente manera. Las provincias orientales de la isla fueron proscenio de connotadas corrientes reconocidas por anexionistas, autónomas, y hasta separatistas del restante territorial; seguidamente, aún después de obtenida la Independencia nacional, año 1902 acontecimientos como el levantamiento de 1912 comandado por los veteranos mambises Evaristo Estenoz, Jesús Rabí, Pedro Ivonnet y reprimido por el Ejército Constitucional siendo presidente de la República el general José Miguel Gómez; años tardíos, durante mi estancia en la capital oriental en pleno fragor de la lucha antibatistiana, pude comprobar la actualidad y vigencia del autonomismo, federalismo y corrientes similares bajo la vibrante consigna de “Oriente Federal” a voz en cuello y en labios de conocidos altos dirigentes locales del movimiento 26 de Julio; tiempos postergados, enero de 1959 apenas se anuncia el primer Consejo de Ministros revolucionario se propone que ocupará sede en la ciudad de Santiago de Cuba; pero de inmediato dichas pretensiones separatistas, autónomas, regionalismos si se desea, suscitan el enérgico, concluyente, medular artículo editorial del Diario de La Marina, rubricado por José “Pepín” Rivero, exhortando a la unidad nacional y calificando de antipatriótica la propuesta santiaguera. Hechos como los enumerados proveen de pruebas y herramientas en balanza favorecedoras de los diligentes esfuerzos regionalistas para traer a los pilotos acusados a la ciudad de Santiago de Cuba como seña de vibración, actualidad y participación en la gobernabilidad de la nación cubana con total evidencia de la insegura, incierta y/o disgregada incertidumbre explicable en aquel trasunto probo en expectativas, impredecibles e iniciales temores. Al vayven conjurado de los balances el provincialismo oriental muy pronto se había hecho sentir; pero la capital respondía apresuradamente. ¡Rivalidades, ancestros en reflujo, aires de cambio y partidismos compitiendo a toda vista y no menos vapor! Es por aquellos iniciales espacios inciertos que, Fidel Castro desde Santiago de Cuba propone a Carlos Franqui cual posible titular para la cartera de Hacienda; sin embargo por otra parte desconfiando si podrá ser acogido por el nuevo gobierno civil y pluralista presidido por el magistrado doctor Manuel Urrutia Lleó, instalado en el Palacio presidencial en La Habana, capital de la República.